David Perez
Markus Döhne
Con motivo del desarrollo en Valencía del TAC — TALLER D‘ART CONTEMPORANI en los inicios del verano de 1990 tuvimos oportunidad de mantener el primer contacto con el trabajo del alemán Markus Döhne (Limburg, 1961). En aquella ocasión mostró entre otras piezas una curiosa serigrafía —Tatlintransmitted. Dedicado al pueblo de Valencia de la Tercera Republica—, un obra de claras concomintancias políticas realizada, sin embargo, con un lenguaje constructivo de índole contenida y distanciadoria. Tras esta primera relacíon con el público español, Döhne vuelve a nuestro país con una sobria y concisa exposicíon individual en la Galería Val i 30 en la que huyendo de cualquier clasificación taxonómica al uso (escultura, ambiente, instalación ...) intenta fundamentalmente ofrecernos una congelata recopilación de imágenes que de manera plural participan de dichos medios sin quedar apresadas en los mismos.
Partiendo de una sencilla y antirretórica distribución espacial, Döhne presenta cinco series de fotografías serigrafiadas sobre unos soportes de parafin aque se ubican sobre otras estructuras metálicas. Sin utilizar ningún otro recurso escenográfico las imágenes seleccionadas por el artista alemán reelaboran el universo icónico de una historia –en el presente caso la europea– que queda frágil y contradictoriamente detenida en algunos de sus momentos mediante el maleable y perecedero apoyo de la cera. El probrio Markus Döhne precisaba sobre el sentido de su «Lo que me interesa es la historia o mejor la memoria de la historia; cómo funciona la memoria colectiva, la propaganda, qué significado y qué influencia asumen con el paso del tiempo las fotografías célebres alteradas.»
Tomando como referencia este hecho, podemos observar cómo la propuesta de nuestro autor articula desde un primer momento un juego de tensiones temporales entre las imágenes que poseemos de unos hechos vividos tan sólo referencialmente y la posible realidad de los mismos. En este sentido, el impreciso y poroso tratamiento fragmentario que hallamos en las escenas de la muchedumbre alineada ante la casa mortuoria de Lenin o en las de las masas febrilmente agolpadas en el entierro del poeta Mayakovski, un tratamiento que poseen asimismo las imágenes de la derruida estatua del zar (paradójica advertencia de la propia caída de la iconografía soviética) o algunas de las instantáneas de nuestra Guerra Civil, servin para crear una atmósfera que, próxima al angustioso universo del film Europa, de Lars Von Trier, nos impele a interrogarnos no sólo sobre el sentido de dicha Historia, sino básicamemnte sobre el carácter de un relato que es tal tan sólo en función de su propia iconicidad.
Al igual que la pretendida perdurabilidad de la fotografía se descubre falaz cuando se observa con detenimiento que el soporte matérico utalizado para la misma –pese a su apariencia marmórea– no es otro que el de la moldeable parafina, al igual que ello sucede, repetimos, nuestro recuerdo aprisiona las congeladas imágenes de un pasado que percibimos como la nuestro no tanto porque ha sido leído por nosotros sino, más bien, porque ha sido escrito para nosotros.
Sí un fantasma recorrió Europa en otro tiempo, el mismo vuelve a hacerlo en estos momentos aunque en un sentido divergente. La memoria histórica no sólo es débil sino, a la par, flexible y perecedera. Sobre la misma, una avalancha de imágenes sepulta el sentido de una historia que trata de ser forzosamente olvidada e incluso, tal y como señalan algunos clarividentes, superada. Frente a este fantasma de hielo que intenta convertir el recuerdo en una vacía acumulación de imágenes zafias, tan sólo nos resta conservar el rumor casi apagado de unas imágenes que se diluyen ya en nuestra memoria. El terror de nazismo, la crueldad de nuestra Guerra Civil o el horror atómico no son imágenes congelados de un pasado muerto. Antes bien, constituyen el negativo de estas otras imágenes que proceden de la actual Yugoslavia, de la extinta Unión Soviética o de los ministros de Defensa de la Alianza Atlántica.
La propuesta de Markus Döhne, sin embargo, no quiere tornarse tan explícita. Su lenguaje, ya lo hemos señalado, es mucho más sobrio y comedido. Pese a ello, el mármol –perversa herencia de Duchamp– no es mármol ni tampoco un terrón de azúcar sino, por el contrario, algo tan dulce y consistente como la persistencia de una memoria que en modo alguno quiere fenecer. La parafina es fácilmente perecedera, no obstante, sobre ella todavía podemos observar los restos de aquello que hemos aprendido que fuimos.
de:
Lapiz no. 84,
Madrid 1992